Caminé sendero abajo y me alejé de casa antes de que
despuntara el alba. Llevaba unas botas de cuero gastado pero todavía
resistente, unos pantalones vaquero y la camisa de franela a cuadros ya comenzaba
a hacerme sudar cuando ni siquiera habían transcurrido dos horas. Me fastidié y
pensé en quitármela pero me di cuenta que no tenía más espacio dentro del bolso
explotado de comida enlatada y utensilios de cocina. El día estaba agradable y
una suave brisa corría por el aire mientras el sol rajaba calentándome la
melena. Eran alrededor de las doce y treinta cuando decidí frenar en un
restaurante sobre la desierta carretera para coger algo de comer. Me acerqué a
la puerta destartalada y observé un papel incrustado con dos clavos que anunciaba
el menú del día; “Hoy: cazuela de mondongo”, se podía leer. Pensé en el
poco dinero que traía y se me ocurrió hacerle una propuesta al dueño del lugar
a cambio de un plato de comida. Una luz mortecina se advertía dentro de la sala
y el silencio reinaba en el lugar. Detrás del mostrador se encontraba una mujer
con aspecto gitano, algo gorda, que llevaba un pañuelo veteado amarrado a la
cabeza. La ropa era demasiado holgada pero, sin embargo, dejaba ver su robusta
figura. Tenía las manos y el cuello tapados de bijouterie y unos aretes monstruosos
colgaban de sus orejas. Era bonita. Los ojos azules penetraron en mí como el
silencio y noté que tenía la piel curtida por el sol. Sin duda había sido una
mujer trabajadora, o aún lo era, nada era certero por ese entonces. Sus manos
gordas y un poco sucias limpiaban las copas con un trapo amarillo cuando entré
en el local. Enseguida levantó la vista para ver quién se asomaba.
–Buenas tardes muchacho –dijo con voz grave –. ¿Hay algo
con lo que te pueda ayudar?
Me pareció sumamente amable. Algo en ella hizo que
apareciera en mi mente un recuerdo de mi madre y yo lanzándonos por la pradera
hechos bolita, riendo como locos.
–Sí. Disculpe la molestia pero me gustaría proponerle
algo –y miré hacia abajo algo colorado porque sentí vergüenza –. Verás, salí
esta madrugada de casa y no he comido aún. No traigo mucho dinero; todavía me queda un largo camino y no estoy seguro si será
suficiente ¿Crees que podrías darme un plato de cazuela? Lo compensaré con
algún quehacer.
Mencionó que ya volvía y desapareció por una puerta
vaivén que se encontraba en una esquina. Luego de 5 minutos regresó rengueando, se apoyó en el mostrador y me miró fijamente.
–Lo he discutido con mi hermano ¿Sabes? Traigo buenas
noticias para ti. Ha aceptado tu propuesta y está de acuerdo conmigo pero,
necesitamos que te quedes aquí una semana –hizo una pausa –. Se ha roto la
cerca que rodea la casa y hay que repararla. Nos vendría bien una mano chico, te
daremos comida y una habitación a cambio de que hagas el trabajo.
–De acuerdo. Está bien por mí, realmente le agradezco –y
me alejé para sentarme en una de las mesas.
Tres rancheros se encontraban en la mesa de al lado, podía oír claramente la conversación. Mencionaban algo de una chica con la que se acostaban, era la hija del capataz o algo por el estilo; no pude entender bien de
que trataba todo aquel palique pero sí me causó gracia.
– ¡Esa chica sí que va para adelante viejo! Es una
preciosura –. Decía el más joven de los
tres mientras jugaba con su bigote.
–17 años y parece una mujer. Anoche la pasé a buscar
¿Sabes? Me la follé en el corral y estuvimos horas allí ¡Está rica la ramera! –Dijo
el otro mientras reía a carcajadas y tomaba un sorbo de cerveza –espero que mi
mujer no se entere ¿Te imaginas la zurra que me daría? –y continuó riendo como
un demente.
El más viejo de los tres que llevaba el pelo blanco
recogido en una media cola se levantó para ir al lavabo. Regresó subiéndose la
cremallera con una sonrisa de lado a lado y antes de sentarse dijo en tono de
broma: “Ernestita está en el aseo esperando por otro, la segunda puerta
contando desde la entrada ¡Qué puta la chiquilla! Hoy está insaciable”. Y
siguieron hablando de Ernestita y sus encuentros hasta que me levanté de la
mesa y dejé de oírlos.
Me encontraba leyendo bajo un árbol cuando vi que
empezaba a oscurecer. Decidí entrar a ver si la mujer necesitaba algo de
ayuda. Dijo que estaba cerrando y que comience a lavar los platos mientras ella
recogía los manteles y echaba a los tres rancheros ya borrachos para que
regresen a sus casas. Enseguida que terminamos la labor dejamos el local por
una puerta que estaba en la cocina, salimos a un patio bastante amplio con un
aljibe en el medio y piso de piedra y un naranjo lleno de hojas verdes y
frutas. Las paredes deterioradas pintadas de rosa palo se descascaraban en las
esquinas, una franja de humedad se advertía en las ranuras. Cruzamos un portón
de madera verde, doblamos a la derecha y pude ver mi habitación. Era un pequeño
cuarto encerrado por cuatro paredes grises. Osiris –así era su nombre– ordenó
que dejara mis pertenencias, mencionó que en hora y media estaría pronta la
cena, que me esperaban en el comedor. La cama tenía un colchón de lana forrado
en tela y era bastante dura. Estaba perfectamente tendida y las sábanas olían a
jazmín, me sentí realmente contento. Luego de cenar el hermano me avisó que
mañana cinco treinta iría a despertarme y que allí me explicaría cómo reparar la
cerca. Asentí con la cabeza, di las buenas noches y regresé a mi habitación.
Fue una mañana agradable; luego de desayunar rodeamos la
casa. Allí me indicó dónde y cómo debía reparar la cerca. Estuve hasta el mediodía
rellenando hendiduras con cemento para luego poder pintar la madera de color blanco. Estaba
bastante nublado; la humedad y el calor se mezclaban haciendo sentir en mí una
sensación poco placentera y en un momento una avispa que volaba por los
alrededores se apoyó en mi brazo y clavó su largo aguijón en mi piel. Enseguida
lo quité, mojé mi brazo con agua helada del grifo y continué pintando la cerca. A
pesar del pequeño percance, no hubo mayores inconvenientes. Almorzamos unos
tallarines caseros con jugo de naranja y pan y tomamos helado y luego de
tirarme un rato a descansar bajo la sombra retomé mi tarea. Mientras hacía el
trabajo estuve un largo rato pensando en mis hermanos y mi madre, realmente me
dieron ganas de abrazarlos y volverlos a ver, pero algo me lo impedía. El
alcoholismo de mamá estaba cada vez peor, se había tornado excesivamente
agresiva con el tiempo. De vez en cuanto tenía momentos lúcidos pero al día
siguiente volvía a derrumbarse y se convertía en aquel monstruo esquizofrénico
paranoico y el rostro blanquecino con ojeras y el cabello casi calvo se enredaba
con el llanto y todo terminaba en caos. Era imposible seguir soportándolo, de
verdad debía marcharme y así lo hice, quedando a la deriva. Cuando me di cuenta que estaba cayendo la tarde me levanté con el tarro de pintura y el cemento, dando
un pequeño salto, y caminé hacia el galpón para dejar las cosas. Allí estaba
Osiris con dos botellas de vino que traía del local para la cena. Supuse que
hoy era un día especial pero no sabía por qué.
A eso de las 20.30 me acerqué al comedor, la mesa ya
estaba servida. Las patatas horneadas estaban deliciosas y la carne sumamente
crujiente. Bebimos vino, comimos aceitunas, quesos, y nos emborrachamos en el
comedor. Cuando Juan –el
hermano– se fue a dormir
nos dirigimos al living, ambos estábamos deseosos de continuar dialogando. Afuera llovía a cantaros y no paramos de reír a
carcajadas; parecíamos dos dementes aullándole a la luna. De repente Osiris
sacó un papel amarillento y rotoso del bolsillo, me mandó a callar y comenzó a
leer un poema de Neruda:
“Inclinado en las tardes
tiro mis tristes redes
a tus ojos oceánicos.
Allí se estira y arde en la más alta hoguera
mi soledad que da vueltas los brazos como un
náufrago.
Hago rojas señales sobre tus ojos ausentes
que olean como el mar a la orilla de un faro.
Sólo guardas tinieblas, hembra distante y mía,
de tu mirada emerge a veces la costa del
espanto.
Inclinado en las tardes echo mis tristes redes
a ese mar que sacude tus ojos oceánicos.
Los pájaros nocturnos picotean las primeras
estrellas
que centellean como mi alma cuando te amo.
Galopa la noche en su yegua sombría
desparramando espigas azules sobre el campo.”
Su voz se volvió dulce de un
momento para otro, mis ojos no podían dejar de mirarla, sentí que
conectábamos. En seguida dijo que quería contarme algo y que la escuchase sin
decir una palabra. Asentí con la cabeza; ella se acomodó en la mecedora de
mimbre con las piernas cruzadas, un cigarrillo en la mano, la copa de vino en
la otra y comenzó a hablar.
Hoy hace sesenta y tres años
de la primera vez que nos vimos ¿Sabes? Fue aquella tarde en la feria del
pueblo. Por aquel entonces yo tenía diecisiete y estaba en plena flor de juventud.
Recuerdo que en esa fecha mi madre comenzaba a ponerse insoportable en cuanto a
la vestimenta y organizaba nuestra vida como si fuésemos objetos. Todas
debíamos portarnos como señoritas con el fin de conseguir pretendiente, yo no
estaba de acuerdo con ninguna de esas estúpidas reglas, las detestaba. Cada
vez que se acercaba la temporada me sumía en una profunda tristeza. ¿Entiendes? Era un día caluroso y el sol calentaba el campo
haciendo transpirar a todo el que anduviera por allí. Pasamos toda la mañana
aprontándonos para el festival de la tarde; nos ponían un vestido, nos lo
quitaban y luego venía otro y luego otro. Mamá se sentaba en un sofá que se
encontraba en mi habitación mientras las mucamas nos vestían. Ella opinaba sobre todo
pero jamás permitía que escogiésemos qué llevar. La más grande de mis hermanas
estaba encantada con toda aquella ceremonia, era una rata superficial. A las otras
cuatro les daba lo mismo, pero a mí me causaba náuseas. La pequeña marimacho me
apodaban, sin embargo, era la más bonita de todas ¿Te imaginas eso querido? No
era nada de lo que ves aquí. Llevaba el cabello por los hombros; era realmente
lacio y sedoso. Claro está que no tenía arrugas y era mucho más delgada. No
quiero ser presumida, pero debo decir que tenía una hermosa silueta. El vestido
seleccionado me sentaba de maravilla, pues el color azul cielo hacía juego con mis
ojos. El sol de pleno verano había tostado mi tez y me había llenado de pecas
¡Era toda una belleza! De todas maneras, partí enfadada hacia la feria. Una
multitud de chicos perfectamente arreglados se encontraban merodeando por allí
y con ademanes de cortesía se acercaban a las muchachas para entablar alguna
conversación banal. Todo eso me tenía harta ¿Sabes? Entonces me alejé de allí corriendo
encolerizada hacia un bosque que se encontraba a unos metros del espectáculo.
Me recosté contra un árbol y comencé a maldecir, a mis padres y al resto de la humanidad. En
un momento sentí un ruido que provenía de allí cerca y giré la cabeza para ver a
qué venía todo aquel alboroto. Lo primero que vi fue un hombre muy delgado de
color cantando una melodía mientras orinaba hacia todas partes sosteniendo una
botella de whisky con la mano derecha; parecía bastante ebrio. Me levanté de un
salto y silenciosamente comencé a caminar de regreso. En ese momento el joven
se acercó, me tomó del brazo y con una mirada sumamente profunda observó mi
rostro, quedó perplejo durante un par de segundos.
–Disculpe señorita pero, ¿es
que usted estaba viéndome orinar?
–No, claro que no. Yo, yo –y
empecé a tartamudear– es que… es que yo estaba aquí sentada y de repente te oí
¿Entiendes? Y me di vuelta para ver qué era y estaba usted allí haciendo todo
ese ruido.
–No te preocupes, de veras –rió en voz alta. Enseguida me di cuenta que aquel era un buen hombre –todo está bien. Bueno ya, ¿quieres ir a
beber whisky con los míos? Será divertido ¿No lo crees? Este
festival es una porquería y por lo que veo no la estás pasando muy bien.
Enseguida estuve de acuerdo, nos alejamos de allí. Caminamos un par de cuadras por detrás del bosque y nos
topamos con una casucha bastante deteriorada. El porche estaba colmado de gente
de color que bailaba y tocaba música y bebía whisky y comía pan. Los niños
pequeños correteaban por el predio mientras los adultos se entretenían con todo
aquel festín. Pude ver que Julio conocía a estas personas; tomándome de la
mano hizo una reverencia y todos los demás aplaudieron e inmediatamente me
ofrecieron de beber ¡Al diablo con todo! pensé, y me empine un vaso de whisky
puro de un solo borbotón. Las horas pasaron muy rápido; cuando me di cuenta todos
los demás se habían ido y quedábamos sólo Julio y yo bastante ebrios sentados
en una hamaca de hierro sin poder parar de hablar. Julio se levantó dando tumbos y
entró por la puerta de chapa. Al rato regresó con un poco más de whisky, una
guitarra en la mano y un montón de papeles escritos con tinta negra. Me llamó la
atención todo aquel papeleo, le pregunte de qué trataba. Dijo que eran
canciones compuestas por él y que se pondría a tocar algunas en ese mismo
momento porque habían sido hechas para mí. Jamás nos habíamos visto antes, pero
él sabía que habían sido escritas para alguien y en el momento en que me vio viéndole
orinar en el bosque supo que esa persona era yo. Julio tenía la voz hermosa y
la forma en que sus manos se deslizaban por la guitarra hacían que no pudieras
dejar de observarlas ni un segundo. Ya me estaba enamorando pequeño, ya lo
sentía en la piel. Al cabo de un par de horas dije que debía irme, me acompañó a
casa y quedamos en vernos al día siguiente. Iríamos a bañarnos a la laguna del
pueblo con toda su gente ¡Eran tan agradables! Creí haber encontrado mi lugar
esa noche. Aún puedo sentir que estoy allí.
Durante un par de meses
continuamos viéndonos en el correr de la semana, hasta que mis padres
comenzaron a notar que la cosa venía en serio. Eso no les gustó nada. No permitían que saliera de casa, me tenían prohibido verlo. Julio había logrado comunicarse conmigo a través de mi hermano mayor que estaba en casa por las
vacaciones de verano; dijo algo de irnos lejos y no volver jamás. No creí que
fuese en serio pero al día siguiente supe que estaba equivocada, que la idea
de marcharnos estaba realmente en sus planes. No soportaba la sociedad ni a mi
familia, aquella farsa elitista me tenía hastiada, por lo que acepté. A la
noche siguiente, mientras todos dormían, me esperó al borde de la carretera y
salimos a caballo sin rumbo alguno. Pasaron dos semanas antes de que nos
asentásemos en un pequeño pueblo llamado Palomas. Julio consiguió trabajo de
peón en una estancia de una pareja bastante agradable. A mí me pusieron de
cocinera y ama de casa. Nos dieron una habitación que se encontraba a unos 100
metros del casco, sobre la carretera. Era algo pequeña pero estaba muy prolija.
Tenía una gran cama de matrimonio en el medio con una mesilla de luz a cada
lado. En el costado, al lado de la puerta de entrada, había una mesa de comedor
pequeña con dos sillas de madera, sobre ella se encontraba una radio de color
gris que funcionaba de maravilla. La otra puerta daba al baño. Tenía pisos
cuadriculados y dentro había una gran tina con patas de un metal dorado bien
lustradas. El retrete brillaba de limpio. Los días
allí fueron espléndidos. Todas las mañanas solía levantarme muy temprano, caminaba al gallinero, juntaba los huevos y me dirigía a la cocina para
hacerles el desayuno a los niños y al patrón. La mujer casi nunca estaba en
casa debido a que trabajaba en la ciudad en una empresa de automóviles o algo
así. Julio regresaba del campo a la hora del almuerzo, luego de la siesta
partía nuevamente y volvía por la noche. Allí leíamos poesía, yo escribía, él
tocaba música, hacíamos el amor y volvíamos a dormir. Nunca había estado tan
contenta ¿Sabes? Era realmente feliz.
Al año siguiente entró a
trabajar como mucama una mujer no tan joven, de unos treinta y cinco años de
edad. Era mulata y muy bonita. Tenía la piel carbón y unos ojos grandes color
café. Su rostro no era lo que más llamaba la atención, sino que su cuerpo.
Tenía las piernas increíblemente largas, delgadas y los pechos grandes y
firmes; los hombres del lugar babeaban por ella. Sin embargo, era pura apariencia, tenía el alma vacía. Lo único que hacía era busconearse delante de todos y pasear su
perfecto trasero por ahí como una golfa. Desde un principio supe que intentaba
acercarse a Julio, eso no me gustó. La tenía todo el tiempo en la mira, estaba demasiado celosa como para ocuparme de mis propios asuntos. Pasaron los
meses y Julio y yo comenzamos a pelear cada vez con más frecuencia, comencé a sentirme distante. Ya no tocábamos la guitarra por la noche, dejé de escribir y casi no
hacíamos el amor. Julio llegaba de recorrer el campo y me encontraba siempre
dormida. Recuerdo una noche en que me levanté
y no se encontraba a mi lado. Hacía mucho frío y salí en camisón sin importarme
nada, tuve el presentimiento de que estaba con ella por lo que corrí de prisa hacia la
habitación de aquella mujer. Me acerqué en puntillas de pie y un reflejo de luz
salía por debajo de la puerta. Sentí ruidos y di la vuelta al cuartillo para
asomarme a la ventana que daba al interior, allí estaban los dos desnudos bajo
la luna. Tomé una piedra de tamaño colosal y la arrojé contra el vidrio
haciéndolo pedazos. Ambos se precipitaron con el estruendo, quedaron
paralizados. Allí estaba yo, tiritando de frío con el cabello despeinado, en
pijamas, iluminada únicamente por un pequeño haz de luz. Los miré y salí
corriendo despavorida. Automáticamente Julio salió detrás de mí diciendo que
esperase, que por favor no me vaya, que se había equivocado. El llanto
empapaba mi rostro y la respiración se me iba entrecortando. Abrí la puerta de
nuestro cuarto y enfurecida comencé a empacar mis pertenencias para marcharme
de allí. No tenía pensado esperar ni a que se hiciese de día. Julio se abrazaba
a mis pies pidiendo perdón y sollozando. No escuché nada de lo que dijo, le
golpeé la cabeza de una patada dejándolo casi inconsciente y de un portazo me alejé.
Pasé el día entero vagando
por el pueblo con una libreta y una pluma, escribiendo poesía y llorando otro
poco. Al caer la noche sentí como el viento gélido me calaba los huesos, sin
pensarlo dos veces emprendí rumbo a casa. Caminé hora y media y al llegar a la
portera vi una silueta en el árbol que se encontraba detrás de nuestra
habitación. Creí que estaba alucinando por el cansancio y la angustia pero, al entrar y ver
que Julio no se encontraba dentro supe que algo había sucedido. Me precipité a
llegar al árbol; allí estaba él con la cara violácea víctima de una congestión cefálica y el cuello
sujetado a una soga amarilla que pendía de una rama. Un líquido salía despedido
de su boca. Vestía la misma chaqueta y pantalones que llevaba puestos el día
en que nos vimos por primera vez. Su cuerpo yacía colgado de manera que los
pies quedaban a un nivel más arriba del suelo. Lancé un alarido desgarrador
que despertó a todos para dar cuenta del asunto. En menos de tres minutos
estaban rodeando el predio con los rostros pálidos y aterrorizados. El patrón junto con dos muchachos desataron el cuello de la soga y cargaron a Julio hacia una fosa
que había sido cavada para uno de los perros que estaba a punto de morir. Pasé
la noche entera a su lado lanzando juramentos y maldiciéndome por haberme ido
sin escuchar lo que tenía para decir.
Recuerdo que estaba
amaneciendo cuando hice la maleta, cargué las cosas de Julio y mías y me
marché sin avisar. De pronto me vi caminando por la polvorienta carretera. A lo lejos se distinguía nuestra casita, que se desvanecía cada vez más con el paisaje. El
árbol ya no se veía. Había desaparecido junto con Julio y mi vida. Estuve
andando eso de dos horas hasta que pasó un camión de carga. El conductor dijo
que subiera, que me alcanzaría al pueblo más cercano. Tenía las manos inflamadas
de acarrear tanto peso y estaba exhausta, necesitaba descansar. El conductor
era un tipo amable de unos cuarenta años. Raquítico y con una barba estilo
vikingo que no le sentaba muy bien, pero amable de todas formas. Charlamos
hasta pasadas las doce del mediodía y decidimos frenar a almorzar en un puesto
al borde de paso en la carretera. Ambos pedimos un plato de espaguetis con
salsa y pomelo de beber, nos sentamos en una mesa contra la ventana. Mientras
contemplaba la desolada carretera vi la silueta de un hombre alto con el
cabello bastante largo que se asomó por allí. Su rostro se me hizo
excesivamente familiar. Me levanté de un salto sin explicar qué sucedía y salí
de prisa por la puerta detrás de él ¡Juan! ¡Juan! Grité desesperada. De
inmediato se dio vuelta con las cejas arqueadas para ver quién era. Era mi hermano. El
destino nos había vuelto a poner en el camino aquella tarde en la carretera gélida por el frío del invierno. Me despedí del camionero dándole las
gracias y me subí al automóvil destartalado de Juan, alejándome de aquel lugar.
Esa noche no teníamos lugar dónde dormir y estuvimos merodeando sin saber qué
hacer durante horas. Pues no contábamos con dinero suficiente para gastar en un motel, pero
tampoco con abrigo suficiente como para tirarnos en el auto. Pensamos que lo más
razonable sería seguir conduciendo, llegar a algún pueblo y conseguir algún albergue
en donde pasar la noche, pero lo cierto es que nos la pasamos conduciendo sin
llegar a ningún pueblo y sin encontrar ningún albergue. Cuando quisimos ver, el
cielo se había vuelto azul y un sol resplandeciente se asomaba en el horizonte.
–Oye, estoy demasiado cansada como para seguir ¿Crees que
podríamos tumbarnos un rato al sol? Necesito descansar –dije con un tono un
poco rudo.
–Vamos, no te pongas así Os. Cuando lleguemos al lugar
donde me está esperando ese hombre descansarás lo suficiente. Ya cálmate.
–Es que tú no entiendes que estoy demasiado cansada
¡Diablos! Tú también estás exhausto, te dormirás al volante y moriremos en un
accidente fatal ¿Acaso no se te cruza por la cabeza la idea de que eso pueda
llegar a suceder?
De mala gana cedió. Nos tiramos hora y media en el pasto
a dormir una siesta para recuperar energías y seguimos camino quién sabe adónde
en busca de ese hombre.
Estuvimos medio día más conduciendo a turnos hasta que
llegamos al lugar donde se encontraba el hombre que había mencionado Juan. Era
un campito solitario al lado de la carretera, una casa muy vieja se levantaba
desde los cimientos. Aparcamos frente al portal y Juan golpeó la puerta
mientras que yo di un par de aplausos con el fin de que nos oigan. De repente
oímos un silbido, dimos vuelta la cabeza. En la entrada de un viejo galpón de
chapa oxidada se encontraba un anciano de barba gris y escasa cabellera. Los
ojos claros se distinguían desde lejos. Pude ver que tenía la piel excesivamente
arrugada y pálida.
–Buenas tardes –dijo Juan. –Soy el chico que habló con
usted por teléfono la semana pasada ¿Recuerda? El que viene a ayudarle a
cosechar la huerta. Ella es mi hermana Osiris y será de buena ayuda. No estamos
en busca de dinero. Solamente queremos un techo dónde dormir y creo que le haríamos
compañía.
–Ya chico, lo comprendo. No es necesario tanto
palabrerío. Vamos. Los guiaré a la habitación –y nos llevó a un cuarto
de medidas colosales que se encontraba en la sala contigua a su lecho de sueño.
Era un viejo realmente genial
¿Sabes? ¡Nos llevábamos de maravilla! Estuvimos quince años trabajando para él
a cambio de nada hasta que una noche de verano falleció de un ataque al
corazón. Él nos lo dejo todo. En su testamento lo puso todo, todas sus
posesiones serían para nosotros. Seguimos trabajando con la huerta durante un
par de años más y finalmente con todo el dinero que teníamos ahorrado hicimos
el restaurante que ves hoy aquí ¿Entiendes? ¡Ese viejo nos había bendecido
chico! Bueno ya, creo que te estoy aburriendo con toda esta historia ¿No es
cierto? Vamos, ven que quiero mostrarte algo.
Dije que no era cierto. De veras no estaba aburrido y
deseaba seguir oyendo a Osiris contar la historia de su vida pero creo que eso
era casi todo y no quedaba demasiado por decir, por lo que me levanté del
asiento algo mareado por el vino y la seguí tambaleándome hacia los costados.
Atravesamos el patio donde se encontraba el aljibe y entramos en una puerta de
madera oscura que daba a su cuarto. Todo en aquel lugar se veía muy lúgubre.
Encendió unas par de velas que había dentro de la habitación para mostrármelo todo. En la profundidad del armario se levantaba un santuario a Julio; había fotografías
en blanco y negro de ellos dos, un montón de poemas escritos en hojas
amarillentas, una alianza de matrimonio, una Gibson J-35, una chaqueta de
gamuza color mostaza, un vestido blanco de encaje muy elegante y montones de
estampillas con frases pegadas en los costados del armario. En ese momento no
pude decir nada, simplemente me arrodillé ante aquella ofrenda y me limité a
observarla sin abrir la boca. Osiris tampoco emitió sonido. Se arrodilló junto
a mí y empezó a recitar una oración en un idioma desconocido por mí. Cuando
finalizó dije que tenía sueño, que mejor iría a pegar el ojo, pues mañana a la
mañana debía seguir con mi camino y me gustaría desayunar con ella antes de
marchar.
Cuando me di cuenta estaba dormido sobre
el piso de piedra en el jardín delantero de la casa, eran alrededor de las
tres de la madrugada. Me levanté algo confundido y observé que la ventana del
cuarto de Osiris estaba abierta de par en par. Allí estaba ella con el vestido
blanco caminando por la habitación leyendo poesía con una copa de vino en la
mano. Las velas flameaban y hacían que aquella escena pareciera estar relacionada con algún tipo de espiritismo oculto . Osiris caminaba de aquí para allá lentamente y repetía una
y otra vez: “¡Ah, Julio! ¿Vamos a leer bajo la luna? Anda, ya no llueve mi amor
¿Vamos a pasear los pies descalzos? ¡Vamos a reír querido mío! Ven, vamos.
Quiero que tus ojos vuelen y tu mente sueñe. Ven, recuéstate en mi pecho y
miremos las estrellas.” Y se dejaba caer en el piso abrazando al aire. Al cabo
de un par de minutos se levantaba bruscamente, comenzaba a revolver una caja
que sacaba de debajo de la cama, sacaba una pluma y un papel, escribía algo y la
volvía a guardar. Estuvo haciendo eso durante poco menos de una hora. Luego
me retiré en silencio y la dejé en paz. No era justo que estuviese escabullido
en su propia madriguera metiéndome en asuntos que nada tenían que ver conmigo.
Pero estaba bastante ebrio y me había ganado la curiosidad.
Al mediodía siguiente me desperté con un sacudón; allí
estaba Juan mirándome fijamente, pasivo.
–Se ha suicidado ¿Sabes? Osiris se ha quitado la vida
esta madrugada. La encontré desplomada en el piso de su habitación. Ha bebido
cianuro. Se lo ha bebido todo. No sé de dónde lo ha sacado. Temía que esto
algún día pasaría.
– ¿Cómo que se ha suicidado? –Dije gritando desaforado –
¿Que se ha matado? Esto no puede ser. De veras no me lo creo. Tiene
que ser un mal sueño.
–Lo que acabas de escuchar es cierto. Se ha quitado la vida esta
madrugada. Esta mañana al despertarme cargué su cuerpo inerte en el asiento de
atrás y lo llevé hasta Palomas. La sepulté junto a Julio. Ella lo hubiese
querido así. No quedan dudas sobre eso chico. Ella lo hubiese querido así, ella
lo hubiese querido así –y miró para abajo mientras una lágrima caía por su
mejilla.
Le pedí a Juan que me dejara solo. Arrimó la puerta
suavemente y se retiró. No quería estar ni un segundo más en la casa. Sin Osiris todo se encontraba vacío. Era
un mediodía gris y la lluvia golpeaba el techo de zinc de la habitación dejando
en mí una sensación de honda tristeza. Los pájaros ya no cantaban y ninguna
mariposa se advertía en el aire; incluso los perros callaban y los grillos
también. Tomé el bolso y me dirigí al comedor para despedirme de Juan. Estaba ansioso de seguir con mi camino, mientras intentaba convencerme de que nada de lo que sucedió aquí fue
real.
–Espera, tengo algo que decirte. Quiero que leas esto. No
puedo dejarte ir sin que lo leas, chico. De veras es importante. No te sentirás
tan mal. Ella se fue feliz ¿Sabes? Se fue feliz. Ella lo quiso así ¿Lo
comprendes? Tienes que leerlo chico, tienes que leerlo –Y sacó de la mano un
sobre blanco que contenía una carta escrita con letra cursiva y pluma negra.
Querido
Juan y hermano mío:
Esta
noche estoy contenta porque me voy. Ahora lo comprendo todo, de verdad que lo comprendo. Esta noche
cuando el chico que arregla la cerca me dijo que se marcharía por la mañana lo
comprendí todo. Era Julio, el chico era Julio, lo sé. Julio había tomado su
cuerpo para decirme que tenía que ir con él, que me extrañaba ¿Sabes? Cuando lo
llevé hasta el armario para mostrarle el santuario (nunca antes te lo había
mostrado a ti y te pido perdón por eso) nos arrodillamos, recité en voz alta
una oración y conectamos Juan, conectamos. Enseguida supe que era él. Julio me había
venido a buscar ¡Cuánto me había de extrañar! ¡Pobre de Julio, Juan! Tengo que
irme con él. No me queda mucho tiempo y es que el frasco de cianuro me espera
sobre la mesa de luz. Me mira con ojos grandes, muy grandes ¿Lo comprendes?
Ahora creo que Julio se ha apoderado del frasco y quiere que lo beba
de una vez ¡No soporta más sin mí! ¡Pobre de Julio, Juan! Los ojos del frasco
son negros, negros como la piel de Julio, como los ojos de Julio. Son
negros los ojos del frasco. Sí. Muy oscuros como la noche. Creo es momento de
dejar la pluma y a ti también. Me he pasado
escribiendo la noche entera y no tengo ánimo de seguir haciéndolo ¡Ay Juan,
hermano querido mío! ¡Es que me tengo que ir! Hubiera sido de mi agrado poder
despedirme de ti y de ese joven tan agradable, pero es que Julio me apura. Me
está esperando, hermano querido mío. Vamos, es hora de que me marche. No te
pongas triste por mi partida, yo también te extrañaré. Pero es que Julio me
espera ¿Sabes? Es que Julio me espera…
Tu
hermana del alma,
Os.
No
pude evitar que las lágrimas se desprendieran de mis ojos y sin vergüenza
alguna me quebré en llanto delante de Juan. Caminé hacia él despacio, lo tomé
de la mano, le di un abrazo estrujándolo con fuerza y me di media vuelta para
partir. Debía largarme de allí. El sol se asomaba entre un mar de nubes negras y
una sensación de soledad me recorrió el cuerpo entero. Carraspeé y comencé a
cantar un viejo blues que decía así: “I pass a
million people; I can't tell who I meet. I
pass a million people; I can't tell who I meet. My eyes are full of tears,
where can my baby be?” y continué caminando carretera abajo dejando atrás a
Osiris para siempre.